LAS CEREZAS

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Había una vez en un país muy lejano un rey que tenía una hija muy hermosa. Eran muy felices hasta que un día la princesa se puso enferma. Vinieron a verla todos los médicos del reino, pero ninguno daba con lo que tenía la niña.
Hasta que un día apareció por allí un hombre sabio que iba de camino hacia unas tierras lejanas. Como todo el mundo hablaba de que la princesa estaba cada día más triste, más pálida,… él decidió ir a ver si podía remediar en algo la situación.
Así es que llegó a palacio y después de presentarse pidió permiso para poder ver a la princesa. El rey accedió esperanzado ya que veía cómo el estado de su hija empeoraba cada vez más.
Después de un rato, el sabio dijo:
- La princesa está grave; sin embargo, su mal se curaría fácilmente si come cerezas.
- ¡Cerezas! ¡Cerezas para la princesa! – se oyó por todo el palacio al instante.
Pero nadie las traía, no había ni una sola cereza en todo el palacio. Entonces los sirvientes salieron a buscarlas por toda la ciudad y por todos los alrededores. Uno a uno volvían tristes y cabizbajos porque ninguno las había encontrado.
Así es que el rey los envió a todos los rincones del reino a buscar cerezas y, tan desesperado estaba que ofrecía, como recompensa, la mano de su hija. El rey estaba dispuesto a casar a su hija con aquel que le trajese las deseadas cerezas.
- ¡El rey hace saber que aquel que lleve cerezas a la princesa se casará con ella! –pregonaron a los cuatro vientos los servidores de palacio.
La noticia llegó a oídos de un hombre que vivía en un lugar muy apartado, en medio del campo, cultivando frutales junto con su mujer y sus tres hijos. Nada más enterarse en el pueblo de la noticia corrió a su casa y reunió a toda la familia.
- ¡Hijos míos! La princesa está enferma y sólo se curará si come cerezas. El rey ofrece su mano a aquel que se las consiga. ¡Y el cerezo de nuestro jardín está cargadito de unas cerezas extraordinarias!
Todos en la casa se pusieron nerviosos y, el padre se dirigió al mayor de sus hijos:
- Hijo, tú eres el mayor de los tres, así es que serás tú quien lleve las cerezas a la princesa.
Entre todos recogieron un canasto de hermosas cerezas, prepararon el único caballo que había en la casa y un poco de comida y, así, el hijo mayor se puso en marcha.
Después de mucho rato cabalgando, en una encrucijada de caminos el joven se encontró con un anciano. Éste, después de saludar al muchacho, le preguntó:
- Buen mozo, ¿qué llevas en la cesta?
A lo que el joven, temeroso de que quisiera quitárselas, contestó.
- ¡Ratones! Llevo ratones.
- Ratones serán –dijo el anciano a continuación.
Tras este encuentro, el campesino continuó su camino hasta que llegó a las puertas del palacio. Una vez allí, les explicó a los guardianes que traía cerezas para la princesa. Los guardias quisieron ver el contenido del cesto, pero él no les dejó pensando que querían apoderarse de él.
La noticia recorrió rápidamente todo el palacio y, cuando el muchacho llegó a presencia del rey, ya todos estaban esperándole. Sin embargo, cuando el joven abrió el canasto, en lugar de las fantásticas cerezas que él y sus hermanos habían recogido, aparecieron un montón de pequeños ratoncitos que corrieron por toda la sala causando un gran revuelo y desconcierto.
Los guardianes cogieron al muchacho, que se había quedado mudo de la impresión y lo encerraron en las mazmorras, no sin antes darles una enorme paliza.
Al ver que no tenían noticias del hijo mayor, los padres pensaron que quizás le hubiese sucedido alguna desgracia por el camino y decidieron enviar al hijo mediado con la misma misión. ¡Todavía quedaban buenas frutas en el cerezo!
Volvieron a preparar el viaje, aunque esta vez ya no tenían caballo y el muchacho debía viajar a lomos de un burro que usaban en las tareas del campo.
Cuando el segundo de los hermanos llegó a la encrucijada de caminos, allí estaba otra vez el anciano. El cual le hizo la misma pregunta que a su hermano mayor:
- Buen mozo, ¿qué llevas en la cesta?
A lo que contestó el joven:
- ¡Ranas! Llevo ranas.
Al igual que su hermano, el joven desconfiaba de las intenciones del anciano y, por eso, no quiso decirle lo que en realidad llevaba en el canasto.
De igual manera el anciano contestó:
- Ranas serán.
Al llegar al palacio dijo a los guardianes:
- Llevadme ante el rey, traigo un cesto de cerezas para la princesa.
- ¿Estás seguro de que son cerezas? Ándate con ojo muchacho, que hace unos días vino un chico diciendo lo mismo que tú y lo que traía eran ratones. Y desde entonces está en el calabozo con cardenales por todo el cuerpo.
- ¡Claro que son cerezas lo que traigo!
Los guardianes le dejaron pasar no pensando que la historia volviera a repetirse; sin embargo, una vez que el joven abrió el canasto comenzaron a saltar de él docenas de ranas verdes, que saltaban y saltaban por todo el salón del trono causando el mismo alboroto que los ratones unos días antes.
- ¡Al calabozo! ¡Qué lo encierren! –gritaba muy enojado el rey.
Y así fue como los dos hermanos se encontraron en las mazmorras del palacio, molidos a palos los dos y sin poder explicar qué había sucedido con las cerezas.
Como seguían pasando los días y ninguno de los dos hermanos diera señales de vida, en casa del labrador estaban muy tristes y preocupados; por lo que, el menor de los hermanos dijo a su padre:
- Padre, déjeme ir a mí. Así podré enterarme de lo que les ha ocurrido a mis hermanos.
- No, hijo mío. Tú eres el único que nos queda –decía entre llantos la madre.
Pero tanto insistió que, al final, el padre hubo de darle su consentimiento. Aunque ya en el cerezo sólo quedaban algunas cerezas picoteadas por los pajarillos, padre e hijo reunieron las que pudieron y las colocaron en un viejo cesto. Entretanto, la madre le había preparado un trozo de pan con un poco de queso para el camino. Y, despidiéndose de sus padres con un cariñoso abrazo, el hijo menor emprendió el camino a pie, ya que no quedaba ningún otro animal en la casa.
Cansado pero ilusionado llegó el joven a la encrucijada de caminos y a quien diréis que se encontró. ¡Efectivamente allí se encontraba el anciano!
- Buen mozo, ¿qué llevas en la cesta? –le preguntó al igual que había hecho con sus hermanos.
- ¡Cerezas! Llevo unas cerezas con la esperanza de que puedan sanar a la princesa –contestó de manera sincera el joven.
- Pues, ¡cerezas serán! –le replicó el anciano.
Y, después de compartir con el anciano el pan y el queso, el muchacho continuó su camino.
Cuando llegó a las puertas del palacio y dijo a lo que iba, los guardianes no querían creerle; sin embargo, ante la insistencia del joven no tuvieron más remedio que acompañarlo hasta el salón del trono. Pensando que, al igual que en las dos ocasiones anteriores, tendrían que darle una paliza y encerrarlo en los calabozos junto a los otros dos infortunados.
Pero, una vez que el muchacho abrió al canasto, aparecieron ante los ojos de todos las más maravillosas y exquisitas cerezas que nadie hubiera visto jamás. El primer sorprendido era el mismo joven que no salía de su asombro.
Enseguida que la princesa mordió una de aquellas estupendas frutas los colores comenzaron a volverle a las mejillas y, no había comido más de dos o tres frutos, cuando ya era la misma muchacha alegre y hermosa que había sido siempre.

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